Sunday, February 27, 2011

EL HOMBRE SIN SOMBRA (1ª PARTE)

LA TRILOGÍA

Cuando perdió la sombra cambió toda su vida, fue un antes y un después. Al principio no le dio mayor importancia, pero últimamente se había convertido en una temeraria obsesión. Si se paraba a pensar… no recuerda bien el instante preciso en el que todo comenzó. ¿Sucedió una mañana o quizás al atardecer? Se encontraba en el Centro, en La Plaza Grande, donde las palomas hambrientas ejecutan arriesgadas acrobacias de vuelo bajo un riguroso sol radiante. Podía sentir el calor de sus rayos en la piel, su templada caricia; podía incluso observar fijamente su flamante destello sin apartar la vista, ni tan siquiera fruncir el ceño. Era ciertamente extraño… miraba directamente al sol en pleno cenit sin apenas pestañear, sin dañar sus almendrados ojos claros ni enmarañarlos de luminosos fosfenos. Sorprendido, aunque restando importancia y achacando las causas a la tremenda contaminación del aire, desviando su mirada al suelo, y ahora sí, anonadado, girando desconcertado como un perro bobo tras su cola para hincarle el diente; buscando por todas partes su sombra, ausente y perdida.

Desde ese momento, un tic obsesivo, un gesto nervioso, una manía constante; siempre alerta y pendiente de la inclinación de la luz, buscando a su alrededor una inexistente proyección. Lo primero que pensó fue en visitar a su médico de cabecera, éste, escéptico y amedrentado, llegó incluso a dirigir un haz de luz portátil sobre su mano.

-No puedo creer lo que estoy viendo –el viejo galeno consternado-. Es imposible…

-Ya… yo pienso lo mismo.

-¿Y dice usted que no ha sufrido mareos ni ningún tipo de indisposición…? ¿Nauseas…? –Palpando con cierto reparo la zona del cuello-. ¿Ganglios…?

-No, ya le he dicho que no… Bueno… Puedo mirar directamente al sol… Por lo demás, me encuentro perfectamente. Un poco nervioso, pero…

-Abra la boca… Tosa… Todo está bien, no me lo explico…

Le hizo un volante para el especialista, y la receta de unos antidepresivos por si tenía dificultades en conciliar el sueño. Al dermatólogo, por supuesto, nunca acudió. La cuestión no estriba en si los rayos de luz traspasan diáfanos su cuerpo, le ocurría ataviado con ropa, incluso había probado enfundado en tejidos hidrófugos. Sin duda alguna, no era la luz sino la sombra la que le jugaba una mala pasada, sospechaba que se escondía; aunque pueda parecer increíble, pues proyectarse se proyectaba. ¿Y qué motivo podía tener su sombra para desaparecer de esa manera? Ni la más remota idea. Por otro lado, nadie se percató jamás de lo más mínimo, más bien al contrario.

-¡Qué mala sombra tiene este hombre! –Una vecina a la que cerró la puerta del ascensor.

El único inconveniente, y que con el paso del tiempo fue mermando, era ese incansable gesto de búsqueda a su alrededor, esa horrible sensación de pérdida, ese constante desazón, que como un tic lo hacía volverse y girar sobre si mismo. Por lo demás, los avatares del tiempo y un poco la casualidad, arrastraron irremisiblemente al hombre sin sombra a otro paradójico enigma.

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