Friday, February 25, 2011

EL HOMBRE SIN SOMBRA (2ª PARTE)

-¡Perdone, Señor…! Olvidé quitar el pinganillo… -El empleado de unos grandes almacenes intentando evitar que cruzase por entre los detectores- Deténgase o pitará la…

-Qué raro… No ha sonado. –El dependiente no llegó a tiempo-. ¡Estos cacharos cada vez son menos fiables!

Días después probó en las puertas de un Juzgado de Instrucción con los bolsillos repletos de calderilla. En el aeropuerto. En el interior del vehículo de un compañero de trabajo.

-Anda… Mete el brazo por la ventanilla, ya verás como canta.

-¡No puede ser! –Un mercedes de gama alta-. Déjame a mí; ya veras…

Piiiiiuuuuuiiiii…! ¡Piiiiiuuuuuiiiii…! ¡Piiiiiiuuuuuiiiiii…!

El hombre sin sombra podía pasar desapercibido ante los detectores de alarma, sensores, y demás mandangas.

Las condiciones fueron del todo previsibles. Primero fueron unos pantalones caros en el Corte Inglés, a esto le siguieron unas joyas, robos cada vez de mayor importancia; en viviendas, en entidades bancarias, cámaras acorazadas. Abandonó su trabajo. Cambió su habitual residencia en un núcleo urbano por un lujoso inmueble en una urbanización a las afueras de la ciudad. Se especializó en el asunto, el espolio funcionaba a las mil maravillas; lo asumió con tanta naturalidad que incluso el gesto, molesto al principio; buscando su sombra por todas partes a su alrededor, había desaparecido. Así mismo, miraba al sol directamente, sin importarle lo más mínimo que alguien pudiera percatarse; a veces se colocaba unas plateadas gafas de sol para no infundir sospechas.

Dos inspectores de Policía y un alto funcionario de Gobernación habían dimitido de su cargo. La prensa despedazaba con grandes titulares la ineficacia de las Fuerzas de Seguridad del Estado, elogiando la espectacular e inexplicable pericia del hombre sin sombra. “Desvalijada prestigiosa sala de arte… El valor de las pinturas asciende a una suma astronómica…”

Los latrocinios eran perfectos en su ejecución: sin huellas, sin pistas, sin saltos de alarma, sin grabaciones en las cintas de las cámaras de vídeo. ¿Cómo era posible? Ni él mismo se lo explicaba. El cerco se iba cerrando, en el último atraco le fue de pelos. Había decidido dar su golpe definitivo, con el que pensaba retirarse. Igual que un autentico profesional, el hombre sin sombra, preparó concienzudamente su último asalto: Las joyas de la Corona.

Si señor, en las mismísimas entrañas del Palacio de Buckingham. No se trataba de ambición, para él era un reto. Disponía de las rentas suficientes para terminar sus días viviendo como un maharajá.

Después de librar con éxito todos los dispositivos de seguridad, tenía las joyas en sus manos. Ni el aire podía pasearse por aquellas infranqueables galerías y pasar desapercibido. El hombre sin sombra lo había conseguido, atravesaba las cámaras acorazadas enmarañadas de invisibles haces de rayos sensoriales, sin activar una sola alarma. Se jactaba de tal manera de sus proezas que se recreaba contemplando sin ningún tipo de prisas el fulgor y la belleza de aquellos pedruscos. El destello de una enorme esmeralda cegó sus pupilas. Una brizna de desconcierto invadió momentáneamente el espíritu del hombre sin sombra. Qué extraño. Volvió a fijar su mirada ahora en una resplandeciente ágata.

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