Un palio de ignorancia alberga la incertidumbre de hallarme en la vorágine de un dilema. ¿Es mi voz interior, esa que disponen incluso las vacas (palabra de Atxaga), mi autentico yo? ¿O mi yo es el corrector, el que filtra, razona y sopesa? En definitiva, el receptor que dirime todas y cada una de las expectativas.
No es mi intención considerar este dilema como el aspecto fundamental de una crisis de identidad; yo se quien soy, mi otro yo es el que parece olvidarlo por momentos. La mayoría de las veces consigo controlar sus impulsos, pero otras, me superan sus intenciones. Y qué hago, me dejo llevar, o freno sus maléficos arrebatos.
No hay nada más exasperante que un borracho habitual y cotidiano sin dinero en la barra de un bar. El que haya oficiado de cantinero en alguna ocasión, sabe bien a que me refiero. El "modus operandi", es el del clásico temulento que se bebe hasta las copas de los árboles, de aspecto desaliñado, de habla pastosa e insolente. La mirada gravitando sin paradero en otra órbita. El cuerpo inclinado entre ligeras oscilaciones, parapetando con el codo empinado sobre la barra.
-¿Tu sabes quién soy yo, Alberto?
-Por supuesto. -Un tío importante, sin duda, el rey de las cantinas: bolinga a tope.
-Y tú estás aquí para servir... ¿No es así?
-Ya has bebido bastante, -todo esto cuando más faena hay- no te parece. Además, no tienes dinero para pagarme.
Aspavientos groseros y soeces a toda fémina que emigra de su lado. Su pelo grasiento espolvorea una nube de caspa sobre la barra.
-Pues me lo apuntas, campeón... -El jefe le fía, por desgracia, es un viejo amigo de la familia.
-El dueño no está. -Siempre que puede se quita del medio. No paro de servir a unos y otros, trajinando con el friega platos, cobrando consumiciones, haciendo cafés... Junto a la pica, un bote de lejía Conejo, mi voz interior capta su imagen al instante.
-No me toques las narices, Eduardo. -Como un pimiento morrón, por cierto, y sembrada de enormes puntos negros-. El último y me voy, te lo juro.
-Así ya van cuatro-. Sentía deslizarse entre la camisa y mi espalda, unas gotas de sudor. No daba a bastos.
-Alfredo, tú sabes que estuve en la legión y un sargento que se llamaba...
-Ahora, cuando se gire - me habla mi voz interior- en un vaso de tubo con hielo, un poquito de ginebra del Conejo.
-... toda la noche dentro de la taquilla, en pelotas...
-Nadie lo notará, -la voz insistente- pensarán que ha sido un paro cardíaco, será algo fulminante, el fuego en la garganta no lo dejará hablar.
-... la compañía entera hizo allí sus necesidades por la rejilla superior del aire...
-Luego sólo preocúpate de quitarle el vaso y dejarlo impoluto -me estaban atosigando con tanto run-run-. Nadie le hace una autopsia a un pobre borracho.
-... La taquilla con el cabo dentro, desnudo y empapado de orines y caca, los más brutos agitándola como una enorme batidora...
-¡Bueno, me vas a poner un "Gintoni" de una vez! -Gritando como un energúmeno.
Uno de esos inescrutables designios del destino, hizo que por alguna razón, el eterno y pesado borracho, sin más, se girase un instante.
-¡Venga! El último.
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