Cada mañana despierto en un lugar que no existe. Lo sé por que siento en el rostro la típica brisa helada de los lugares recónditos. No tengo el valor suficiente para abrir los ojos, al contrario, es tanta la presión que ejerzo sobre mis párpados que cuando todo vuelve a la normalidad, al menos durante dos o tres horas, padezco unas insufribles punzadas oculares que me impiden ver con toda claridad.
Y esa sensación de ingravidez, ese ligero vaivén de la cama como suspendida en un abismo. A veces agarro las sabanas con tanta fuerza víctima del vértigo al vacío, que las dejo hecha unos jirones. Si dejo por descuido algún brazo por encima de la colcha, siento un espeluznante escalofrío que eriza los bellos retorciéndolos sobre mi piel, una suave fricción, el roze de unas plumas que inmoviliza y agarrota todo mi cuerpo en tensión... Y el hedor... Insoportable, como en el interior de una vieja iglesia intensificado con una mezcla de orina y azufre, igual que el pelo hirsuto de algunos animales en chamusquina.
Es tanto el terror al que me veo sometido, que más de una vez, mi cuerpo descompuesto es incapaz de retener un desastroso desenlace escatológico.
Cuando finalmente el pánico llega a límites insoportables, pierdo el conocimiento y despierto totalmente derrotado, como el que regresa de un tortuoso y largo viaje.
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