Durante años me he dedicado a la busca y captura de gusarapos, llegándome a convertir en el autentico Doctor Infierno de estos especimenes, especializándome en su aniquilación y total destrucción. Si hay alguien en este planeta que no sienta verdadera aberración por estos ejemplares, es que, o bien no los conoce, o lamentablemente, se ha transformado en su imperceptible víctima.
Mi especial olfato entrenado me ha arrastrado al Bar de las Galaxias, un garito lleno de mugre junto al ambulatorio. Su propietario, el Braulio, un mastuerzo botarate que lleva más de treinta años detrás de la barra con un mandil grasiento repasando platillos de café.
-Hola, Braulio… Ponme un cortado.
Nada más entrar siento el típico repelús característico, la grima de los gusarapos.
-Qué pasa chaval… Dichosos los ojos. –Mientras observo sus enormes e infladas manos de grietas negras y uñas bordeadas de roña.- ¿Y tu viejo, cómo anda?
-Bien, vamos tirando.
El antro, algo más pequeño que un cuadrilátero de boxeo, tiene una barra de obra vista con el sobre de madera llena de muescas que ocupa uno de los lados; el que da de frente a la calle, de grandes cristaleras que un día fueron diáfanas. Los otros dos lados, formando tabique, con algunas mesas metálicas rodeadas de sillas, una tele antigua, de las primeras que salieron en color, algunos cuadros con motivos espaciales del universo, y la invisible presencia de los gusarapos por todas partes.
-¿Una tapita…? –Me ofrece acercándome el cortado junto al taburete donde me he colocado.
-No, gracias, ya he comido…
Cualquiera se atreve; la ensaladilla rusa de la bandeja que hay en el mostrador tiene un color amarillo efervescente. Hago una primera inspección. En una de las mesas de la izquierda se encuentra almorzando el practicante, Paco. Un bocadillo de panceta. Al otro lado, una señora con su pequeña y un pañuelo en la cabeza tomando un café con leche.
-¡Goyito, hijo, sal a saludar! –Dirigiendo su enorme vozarrón a través de una puerta cubierta con una cortina haraposa, detrás de la barra, por donde se accede a la vivienda familiar.- ¡Goyoooo…! Mira quien ha venido.
Un ligero escalofrío se apoderó de mi cuerpo. ¡Por todos los gusarapos! Hacía siglos que no veía a Goyo; si no me temblaran los pies, era el momento de huir. Pensaba que vivía recluido en un centro. Somos de la misma edad, de niños nos burlábamos de él, hasta lo del accidente de su madre: Dijeron que se dio un golpe en la cabeza al caer de una silla. Nosotros le llamábamos Goyi Kabuto, se acercaba a las niñas en la piscina, y con el grito a lo Sayaka de “¡Afrodita A…! ¡Pechos fuera!” les tiraba del sostén. También lo hacía en la calle; como no estaba muy fino.
Salió por la puerta que da a la barra gruñendo efusivo algo parecido a un saludo, con unos enormes brazos extendidos en cruz. El mismo ímpetu con el que abordan las plazas los enormes morlacos. Estaba irreconocible; se llevo por delante una botella de vino y una taza que había en la barra. Hacía dos como su padre. A penas tenía espacio para girar, casi aplasta con una silla a la pequeña, que no había dejado de llorar desde que irrumpió en el local aquel monstruo atravesando las cortinas. Venía directo a mí.
-¡Un abraajoo migoo! –O algo así. Tenía tanta grasa que le costaba pronunciar las palabras.
Y me apretó con todas sus fuerzas, restregando sus enormes bolsas de cebo por todo mi cuerpo; creo que me llego hasta besar. Sentí su sudor en mi cuerpo, su aroma asfixiante… Y no me dejaba de apretar. Empezó a llorar emocionado, a emitir sonidos guturales… Yo qué sé… El padre y Paco el practicante se interpusieron para apaciguar el frenesí nostálgico, la emoción de aquel chiflado… Me estaba dejando sin aire, palidecía, no me soltaba, estaba totalmente excitado… Empecé a ver gusarapos zumbando como mariposas endiabladas por mi cabeza… Iba a caer al suelo rendido cuando finalmente me soltó, dirigió sus enormes dedos con todas sus fuerzas hacia mis pezones, retorciéndolos hasta que caí exhausto de dolor y perdí el conocimiento.
- ¡Afoditaaaa A! ¡Pechos Ueeraaaa!
Mi especial olfato entrenado me ha arrastrado al Bar de las Galaxias, un garito lleno de mugre junto al ambulatorio. Su propietario, el Braulio, un mastuerzo botarate que lleva más de treinta años detrás de la barra con un mandil grasiento repasando platillos de café.
-Hola, Braulio… Ponme un cortado.
Nada más entrar siento el típico repelús característico, la grima de los gusarapos.
-Qué pasa chaval… Dichosos los ojos. –Mientras observo sus enormes e infladas manos de grietas negras y uñas bordeadas de roña.- ¿Y tu viejo, cómo anda?
-Bien, vamos tirando.
El antro, algo más pequeño que un cuadrilátero de boxeo, tiene una barra de obra vista con el sobre de madera llena de muescas que ocupa uno de los lados; el que da de frente a la calle, de grandes cristaleras que un día fueron diáfanas. Los otros dos lados, formando tabique, con algunas mesas metálicas rodeadas de sillas, una tele antigua, de las primeras que salieron en color, algunos cuadros con motivos espaciales del universo, y la invisible presencia de los gusarapos por todas partes.
-¿Una tapita…? –Me ofrece acercándome el cortado junto al taburete donde me he colocado.
-No, gracias, ya he comido…
Cualquiera se atreve; la ensaladilla rusa de la bandeja que hay en el mostrador tiene un color amarillo efervescente. Hago una primera inspección. En una de las mesas de la izquierda se encuentra almorzando el practicante, Paco. Un bocadillo de panceta. Al otro lado, una señora con su pequeña y un pañuelo en la cabeza tomando un café con leche.
-¡Goyito, hijo, sal a saludar! –Dirigiendo su enorme vozarrón a través de una puerta cubierta con una cortina haraposa, detrás de la barra, por donde se accede a la vivienda familiar.- ¡Goyoooo…! Mira quien ha venido.
Un ligero escalofrío se apoderó de mi cuerpo. ¡Por todos los gusarapos! Hacía siglos que no veía a Goyo; si no me temblaran los pies, era el momento de huir. Pensaba que vivía recluido en un centro. Somos de la misma edad, de niños nos burlábamos de él, hasta lo del accidente de su madre: Dijeron que se dio un golpe en la cabeza al caer de una silla. Nosotros le llamábamos Goyi Kabuto, se acercaba a las niñas en la piscina, y con el grito a lo Sayaka de “¡Afrodita A…! ¡Pechos fuera!” les tiraba del sostén. También lo hacía en la calle; como no estaba muy fino.
Salió por la puerta que da a la barra gruñendo efusivo algo parecido a un saludo, con unos enormes brazos extendidos en cruz. El mismo ímpetu con el que abordan las plazas los enormes morlacos. Estaba irreconocible; se llevo por delante una botella de vino y una taza que había en la barra. Hacía dos como su padre. A penas tenía espacio para girar, casi aplasta con una silla a la pequeña, que no había dejado de llorar desde que irrumpió en el local aquel monstruo atravesando las cortinas. Venía directo a mí.
-¡Un abraajoo migoo! –O algo así. Tenía tanta grasa que le costaba pronunciar las palabras.
Y me apretó con todas sus fuerzas, restregando sus enormes bolsas de cebo por todo mi cuerpo; creo que me llego hasta besar. Sentí su sudor en mi cuerpo, su aroma asfixiante… Y no me dejaba de apretar. Empezó a llorar emocionado, a emitir sonidos guturales… Yo qué sé… El padre y Paco el practicante se interpusieron para apaciguar el frenesí nostálgico, la emoción de aquel chiflado… Me estaba dejando sin aire, palidecía, no me soltaba, estaba totalmente excitado… Empecé a ver gusarapos zumbando como mariposas endiabladas por mi cabeza… Iba a caer al suelo rendido cuando finalmente me soltó, dirigió sus enormes dedos con todas sus fuerzas hacia mis pezones, retorciéndolos hasta que caí exhausto de dolor y perdí el conocimiento.
- ¡Afoditaaaa A! ¡Pechos Ueeraaaa!
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