Si algo realmente me fascina, es sacar a pasear mi perro, un snauzer gigante de color negro, y verlo soltar un enorme y retorcido truño en mitad de la acera; y por supuesto, no recogerlo, dejarlo plantado como un icono de apestosa detritus.
Es que no me imagino ningún personaje de antiguas civilizaciones detrás de sus perritos recogiendo los excrementos e introduciéndolos dentro de una bolsita de plástico como si se tratara de una preciada prenda o trofeo. No me hago a la idea. Y para no sufrir ningún tipo de reprimenda o altercado por parte de algunos individuos auto denominados así mismo como agentes cívicos, suelo hacerlo hacerlo a altas horas de la noche, casi de madrugada.
Cuando al día siguiente paso por esos parques, y veo a esos niños construyendo en la arena, deliciosos muñecotes de chocolate, siento un enorme placer, me retuerzo de gozo; pues no hay nada comparable a la orgullosa mirada de una joven madre sentada en el banco junto a los columpios, contemplando esos primeros destellos artísticos de su pequeño polluelo.
-¡A la boca no cariño...! ¡Caca...!
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