El otro día, después de veinticinco años, reconocí entre una multitud a la hermana pequeña de un amigo de la infancia, Carlos.
Tras rescatar de la memoria el recuerdo para identificarnos, tomamos un café en la terraza de un bar del barrio.
- ...Y Carlos ¿Cómo está?
- Murió hace unos años...
El fluido sanguíneo que circulaba por mis venas se transformó, después de quedarse helado, en dura piedra. Carlos siempre fue un niño con problemas. Recuerdo que durante varios años estuvo acudiendo, agotado el recurso de varios especialistas, a un montón de curanderos; nunca podré olvidar la siniestra excursión a casa de la enigmática Estefanía.
Padecía una enfermedad, hasta entonces desconocida que consistía en la horrible sensación de escucharse constantemente el propio latir del corazón, como un impecable impacto acústico retumbando en sus oídos, el tormento de un incansable doble bombo.
Según la hermana, Elvira, la enfermedad no sucumbió, todo lo contrario, fue a más; la percepción sonora se extendió por el resto de órganos, amplificándose sensorialmente en su cerebro todo tipo de funciones, desde la digestión al sistema respiratorio, pasando por la simple apertura y oclusión de la epíglotis, el crujir de las articulaciones, etc, etc...
Enloqueció, su cabeza se convirtió en la sala acústica de un gran auditorio, en el que finalmente la muerte, con un certero golpe de batuta, puso fin, dando paso al eterno silencio de la sala vacía.
1 comment:
Bonita y triste (estos conceptos no están reñidos) historia. Literariamente me ha gustado mucho el párrafo final. Un saludo Alfonso.
P
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