Friday, June 18, 2010

MANO NEGRA

Que las casas parecen tener vida, es un evidencia que el transcurso de los años nos ha intentado transmitir, bien por la genial prosa de ilustres de la pluma (Cortazar: La casa tomada), bien por sucesos de índole paranormales como es el caso de Las caras de Bélmez: Almas cimentadas que pretender traspasar un abismo de piedra. O sin ir más lejos, los ruidos emitidos bajo el silencio de la noche que surge de los tabiques de algunas viviendas, como el quejido siniestro de unas tripas de granito y hormigón, similar al rugido de lamento de un enorme animal poco antes de sucumbir en los infiernos.
Vivo desde hace años en una vieja casa reformada, que fue propiedad, el siglo pasado, del Conde Güell; utilizada como segunda, tercera, o cuarta residencia. He soportado hasta ahora, con somera resignación, sospechosas grietas consecuencia de ignaros paradigmas arquitectónicos, réplicas exactas de cicatrices carnales. Recitales acústicos armonizados con terroríficas disonancias atonales. Incluyendo la sospechosa presencia de algún indómito ser hospedado en unas desoladas e inaccesibles golfas bajo el tejado vertiente a dos aguas que descansa sobre la casa. Pero lo último acontecido me tiene el cuerpo acongojado.
Tengo en el comedor, junto a la chimenea, un cuadro de Miró (el pintor de simpáticos monigotes) sujeto a un par de alcayatas. Vivo sólo, no tengo asistenta ni copia de llaves asignadas a persona alguna de confianza. Nadie, humano, ha podido acceder al interior de mi estancia. Esta mañana, perplejo, he encontrado sobre la patina del lienzo de Miró, la rúbrica escabrosa de una mano plasmada con algo parecido al hollín. He huido despavorido al instante, buscando refugio en la calle, donde hasta el momento y viendo la noche acercarse, sin tener el valor suficiente de volver a traspasar el umbral que da acceso a mis aposentos.

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